Nº 9 El cadáver del amor
ISSN: 2007-2791
Páginas: 252
Precio: $ 300.00 MXN

Noticia editorial

En el marco del intercambio continuo que me cayó el veinte sostiene con sus colaboradores, Marie-Claude Thomas, de quien publicamos un texto en este número, nos hacía ver la dificultad que existe en psicoanálisis para hablar de la muerte. George-Henri Melenotte, por su parte, nos dice en el ensayo que abre esta entrega: “Y si ella se presta al silencio —no siempre, de hecho— es porque no hay nada que decir al respecto”. Parece que solamente se lo puede hacer tangencialmente o recurriendo, para enorme decepción del lector, a clichés y fórmulas más o menos banales. Los poetas pueden hacerlo de mucho mejor manera, entre otras cosas porque de lo que se trataría para ellos sería de la transmisión de una especie de experiencia anticipada que habrían podido ¿vivir? a través de aquella otra experiencia íntima, solitaria, arrebatadora, y a veces brutal que es la pérdida del amor o, ¿podríamos decir mejor?, del objeto amado. La cosa se complica aún más cuando ese objeto es el analista. ¿Qué poeta para hablar de ello? Y, entonces, o se da la palabra al analizante que sufrió esa pérdida (lo que no es fácil, dado que algo habría quedado en suspenso) o se intenta, simplemente, abrir la cuestión y empezar a hablar de eso.

Quedan, así, dos recursos: atenernos a los poetas (después de todo Lacan escribió su soneto Hiatus irrationalis: “Mais, sitôt que tout verbe a péri dans ma gorge…” [“Pero, apenas muere el verbo en mi garganta…”]), y hacer ciertas reflexiones que, en nuestro ámbito, el del psicoanálisis, se pueden abordar tratando, simplemente, de iniciarlas. Jean Allouch, en su Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca dio ya un primer paso al replantear el problema del duelo, pero no pudo evitar, para que la transmisión fuera posible, acudir a su propia experiencia, las “páginas grises” de dicho estudio, que lo ponían del lado del poeta. La “verdad del poeta” dice Oscar Wilde, para apuntar a aquella que se sustrae al dato histórico o a la verificación comprobable del suceso.

Por todo esto, hemos decidido hacer este número aceptando el doble reto que nos impone hablar de la muerte del psicoanalista y darle la palabra al poeta. En relación con lo primero, publicamos aquí algunos de los trabajos que se presentaron en el coloquio Mort du psychanalyste, fin d’analyse, organizado por la école lacanienne de psychanalyse en París, Francia, el 14 y 15 de junio de 2003, además de otros que resultaron pertinentes. Y en relación con lo otro (darle la palabra al poeta), hemos adquirido los derechos para publicar tres textos del poeta inglés D.H. Lawrence sobre una cuestión que se entremezcla con la de la muerte, quizás jamás abordada hasta que él lo hizo a principios del siglo veinte: la resurrección: si Cristo hubiera regresado a la tierra en vez de ascender a los cielos, ¿qué habría pasado?, ¿qué habría pensado? Uno de esos pensamientos nos dio la pauta para titular este número. Los escritos que en esta ocasión publicamos en TEXTOS DE me cayó el veinte, son: El hombre que murió, Resurrección y El Señor Resucitado —en excelente traducción y presentación de Antonio Montes de Oca T.

En el cuerpo central de la revista el lector encontrará, de George-Henri Melenotte: La muerte inacabada del psicoanalista. Ensayo crítico en el que el autor diferencia el fin de análisis de la muerte del psicoanalista… siempre sin acabar. Hace un seguimiento, en Lacan, del analista como muerto versus haciendo el juego del muerto. Ubica los cuatro elementos de la partida: el analista, la muerte, el analizante y su objeto de amor. “El asunto se juega en torno al saber”, nos dice. “El analista da cuerpo al residuo de esta cosa sabida […] es a unos despojos a los que el analista da cuerpo”.

Gloria Leff comparte con nosotros en Acquaintance with Death, su lectura del testimonio de la psicoanalista inglesa Margaret Little, cuya vida y obra estuvieron marcadas por la enfermedad y muerte de dos de sus analistas: Ella Freeman Sharpe y Donald Woods Winnicott. Nos introduce a dicho testimonio enfrentándonos con la pregunta no dilucidada acerca de qué pasa con el(la) analizante confrontado(a) de pronto con la muerte súbita o anunciada de quien ocupaba para él(ella) el lugar de psicoanalista.

Marie-Claude Thomas nos depara algunas sorpresas: desde la “no-relación que el sexo encarna” (Lacan), y desde el Finnegans Wake de James Joyce, nos interpela con una pregunta: ¿qué es lo que muere en eternidad para inscribirse en verdad? Estamos, nos dice, en el triángulo semiótico de Peirce, y en el ground, se trata en efecto del cuerpo: el fin de una cura se hace con lo continuo, ¿lo innombrable? Que nada garantice la sesión próxima es el equivalente exacto de una apuesta sobre el porvenir, apuesta de donde es medido pasado/presente, una temporalidad que no está más ligada a la espacialización. El tiempo que la ciencia moderna ignora.

Y a propósito de apuestas, Raquel Capurro titula su trabajo: “La tirada de dados jamás abolirá el azar”, en el que establece: “la muerte del analista es una figura del azar”. Guiándose por una cierta “cartografía lacaniana”, explora tres diferentes funciones: la del director espiritual, la del psiquiatra y la del analista. Partiendo de un estudio de Charles Malamoud sobre los ritos funerarios en la India, distingue algunas “operaciones propias del espacio de la cura”. Con su “método de acercamiento y diferenciación” nos va llevando a través de la historia de Pauline Lair Lamotte y de sus relaciones, primero con el que fuera su director espiritual, el padre Conrad y, a la muerte de éste, con Pierre Janet, su psiquiatra, el que diera a conocer la historia, hasta llegar a evidenciar la imposible sustitución: “En el lugar del saint homme que fuera el padre Conrad, aparecen los sinthomes”.

Raúl Vidal escribe Contar al desaparecido, y se apoya en diversos poetas y literatos —especialmente en Roberto Bolaño— para intentar hablar de “algo que ocupe el lugar del cadáver ausente”. Se trata de un estremecedor ensayo. Más allá de su prosa, y del llamado interminable de autores evocados, culmina su locución “como quien pasea en un atardecer cuyo horizonte es de tragedia y de entre-dos-muertes, por Antígona; […] pero también por la diferencia entre muerte-exterminio y muerte-duelo, que habría realizado Jacques Lacan en su seminario del 22 de abril de 1959.

Enérgico es el aporte de Laurent Cornaz quien, en forma innovadora, centra el tema: “¿qué relación con la muerte está implicada en la práctica del análisis?”, y lo hace sirviéndose de la literatura. Hablar de la muerte del autor, de su ausencia, de la desaparición de su figura, nos dice, se ha vuelto casi una banalidad, es una problemática que domina la literatura contemporánea; hablar de la muerte del analista, en cambio, permanece como un tabú. Freud y Lacan no están ausentes en su discurrir; por el contrario, le sirven de faro en esta exploración de la figura del analista a través de la figura del autor. El desenlace de su ensayo nos reduce al silencio: “la muerte del analista se inscribe en su acto”.

Un: “¿Qué tal si…?”, hace de cierre al Sócratesno de Colette Piquet, quien sigue también el camino de la literatura y elige a Platón. Es el encuentro con el único texto de Platón no escrito como diálogo: la Apología de Sócrates, el alegato de defensa de Sócrates en ocasión del juicio que Meletos, Anytos y Lycón emprendieron en su contra. Todo empieza con un no-encuentro: en la Apología no está su Sócrates, el de Piquet, el de los Diálogos, y esta incomodidad abordada como enigma, la lleva a Kierkegaard: si bien encuentra en el énfasis puesto en la ironía de Sócrates una vía bastante regia, la autora no queda contenta. El enigma no se despeja. Es hasta toparse con un texto de Harry Guntrip acerca de la muerte de sus dos analistas, cuando puede plantear “cómo Sócrates habría podido decir (sin sonrojarse) que él era un regalo de los dioses para la Ciudad”. Separando la enunciación platónica de los enunciados socráticos, nos revela el amor y el duelo en la obra de Platón.

“Entonces ya estaba, ¡se había ido!”, nos dice Guy Le Gaufey, al tiempo que nos transporta hacia ese momento en la historia del psicoanálisis en Francia, en el que Lacan ¿moría? En Una noticia, comparte con su público y sus lectores el testimonio de una cierta transferencia: “tenía a bien saber y ver, entre aquél al que me dirigía y el buen hombre en su realidad física y social […] la dirección se rompió antes que el buen hombre”. Su ensayo culmina retomando la distinción entre dos cuerpos: el cuerpo del analista, “esta dirección”, y el cuerpo insituido.

Entretejido es el nombre que damos a la primera sección de El cadáver del amor.

Alfredo E. López se aproxima al tema que nos ocupa desde un flanco muy diferente y nos ofrece —con San Juan de la Cruz— algunas Indicaciones para perderse. Los místicos y un sueño suyo, lo llevan al Corpus Mysticum: “cuerpo desaparecido”, falta, pérdida de un cuerpo; y al erotismo; y a un “curioso nexo entre ascesis, no saber y psicoanálisis”, hasta hacer decir a la letra, como la posibilidad del advenimiento del sujeto, lo que las palabras no pueden decir.

Luego de los místicos, el contrapunto: Tomi Ungerer, hacedor de comics, antiguo autor de libros para niños, se le aparece a Pedro Palombo en el álbum: S.M., “Les anges gardiens de l’enfer, suivi de Totempole”. De ahí, su carta/ensayo a la redacción de la revista. Un encuentro con las dóminas, con la fábrica de placeres duros, pesados, con el gabinete del placer físico, sexual: la entrada a esa cámara, tan privada como el consultorio del analista. El contrato es el de Leopold Sacher- Masoch, el juego es el de la transferencia, ¿de qué depende que la partida tenga éxito o fracase?

Danielle Arnoux, Pola Mejía Reiss y Edwin Sánchez Ausucua cierran el número —¿habría mejor forma?— en la sección llamada Fabricaciones.

Para aquellos lectores que han seguido el trabajo que Danielle Arnoux viene haciendo a propósito de Camille Claudel, y para quienes por primera vez se topan con su pluma, el texto que ahora nos ofrece, titulado Camille Claudel. Cuando llegue mi hermano… resultará de gran interés, pues se despliega en el suspenso de su paciente búsqueda y de su cuidadosa lectura. Sigue, a través de las cartas escritas por Camille a diferentes destinatarios durante la primavera de 1905, el suceso de su espera: “¿llegará o no su hermano en el barco que lo trae de regreso de China?”

La danza del rastro de sangre” es, como se indica en el título, una lectura de Pola Mejía Reiss a partir de un fragmento del Diario de Vaslav Nijinsky. Más allá de lo interesante que puede resultar la historia de la vida del dios de la danza, conviene prestar especial atención a la manera como la autora va armando su estudio, en el cual extrae de la escritura un movimiento. El paseo que Nijinsky relata, evoca la danza: Le Pavillon d’Armide y Sherezada. Los muertos, la muerte, tienen ahí su lugar: es lo propio de un rastro, hacer presente una ausencia. La imagen (“fotografía”, dice la autora), el gesto: dan de qué hablar: coordenadas de lectura en lo que, con Freud, en algunas consideraciones acerca de la esquizofrenia, se puede llamar “pensamiento abstracto”, y con Lacan: función sintáctica, categoría del simbólico, creación escópica: “para el esquizofrénico todo lo simbólico es real”, nos recuerda Mejía Reiss mientras nos propone una continuidad entre la escritura dancística —tomando como ejemplo El espectro de la rosa— y el Diario.

Si bien Freud circula entre las páginas de este número de me cayó el veinte, Edwin Sánchez Ausucua nos lo recuerda al recordar aquellos días de los albores del psicoanálisis con: Nombre propio y fin de análisis en el Hombre de los Lobos. En su planteamiento, Sergei Pankeieff aparece impedido para decir lo que no se podía decir; pudo, nos dice Sánchez Ausucua, en tanto que autor, legarnos “una narrativa que evoca creaciones poéticas”, y ensayar ante Ruth Mack Brunswick su: “Él está muerto, yo ya no podría entonces matarlo”.

Ofrecemos, para terminar, la imagen debida: marco ideal para El cadáver del amor, realizado por la lente de Alain Guillon, a quien le agradecemos, en silencio, su arte.

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