El género como réplica obligada
a la no-relación sexual1


Guy Le Gaufey
Traducción del francés por César Casiano

Si la noción de “género” es tan antigua como las lenguas en las que se arraiga marcando las palabras con su impronta, el concepto de “género” asignado al modo de comportamiento sexual fue mucho más tardío. Parece que hubo que esperar a los años cincuenta en los Estados Unidos para ver aparecer esta entidad psiquiátrico-social mediante la cual se busca definir, en un primer momento de forma demasiado estrictamente normativa, masculinidad y feminidad.

Los diversos movimientos de liberación, desarrollándose como nunca, han tomado múltiples apoyos en esta pareja de oposición, en la medida en que cada uno de ellos pretendía intervenir de forma activa sobre el tema, en general, para cuestionar la bipartición normativa que se ponía en funcionamiento bajo dicha denominación.

Desde entonces han florecido los Gender Studies, produciendo, además de textos militantes, importantes trabajos universitarios que muy a menudo crean nuevas perspectivas en sectores demasiado clásicos. Francia, con sus muy habituales veinte años de retraso con respecto a los Estados Unidos, se pone al día e incluso ve abrirse al medio universitario —aunque de manera muy tímida— a este estilo de investigaciones y enseñanzas.

Evidentemente, el psicoanálisis freudiano no ha sido ajeno a todo este movimiento, aunque la extrema complejidad de lo que se ha desarrollado en torno al concepto de género presenta las más opuestas actitudes con respecto al psicoanálisis. Algunos se lo reclaman a gritos, otros, muy cercanos a los primeros, lo atacan sin piedad. Por tanto, queda excluido suponer cualquier vínculo directo y simple entre el desarrollo freudiano en el campo de la sexualidad humana y la importancia del gender en los últimos cincuenta años.

Es notorio que Freud, a pesar de lo que pueden decir aún hoy ciertos comentadores obstinados y malos lectores, no tuvo éxito —¿en verdad lo habrá buscado?— al encapsular masculino y femenino en definiciones restrictivas. Con todo y que la oposición activo/pasivo podía parecerle clara, entre otras cosas, en el plano pulsional, no pudo hacerla cuadrar con la oposición masculino/femenino.

Si para él no hay mas que una libido es, entre otras cosas, porque se niega a conceder una específica a cada sexo, contrario a tantos freudianos que —como Jones— preferían mostrarse más bíblicos sobre la cuestión concluyendo que, por un lado, hay hombres y, por el otro, mujeres, y que esta diferencia llega a producir diferentes modos de goce. Un número impresionante de freudianos y también de lacanianos entonan gustosos coplas de este orden, cuidándose de separar en sus autores favoritos sólo las citas que podrían ir en ese sentido; por ejemplo, en Lacan el “goce fálico” y el “goce femenino”.

Para concluir de forma rápida con Freud, en primer lugar, me limitaré a un punto de vista estrictamente formal. No cabe duda de que la diferencia de los sexos es un dato incuestionable. Sexos hay dos, y la diferencia entre ambos es clara. Esto conviene por completo al dualismo de Freud, que se ajusta sin esfuerzo a la noción de conflicto, noción que siempre supone una diferencia local donde se juega un enfrentamiento. Sin embargo, esta consideración local no dice nada sobre la situación global: estos dos que se enfrentan —ya sea hombre/mujer o el yo y el ello­­— ¿son dos entidades del todo distintas o se juntan entre bastidores? ¿Cuál es entonces su relación por fuera del lugar de su diferencia patente?

Para comprender esta situación topológica basta con pensar en los tiempos de guerra en los que, en el frente de batalla, los combates son encarnizados y se sabe a cada instante en qué bando se encuentra uno, mientras que, en otros lugares, en algún spa en donde se reúnen los diplomáticos, éstos se mezclan procurando llevarse bien .

He aquí un punto decisivo para cualquier lector de Freud que se ocupe de la enseñanza de Lacan: el frenético dualismo de Freud no lo condujo a ningún maniqueísmo, a ninguna división global ni de la psique ni de la especie humana. Al llegar a la conclusión de Análisis terminable e interminable, Freud renueva su constatación de la diferencia de los sexos —Ablehnung der Weiblichkeit del lado hombre, Penisneid del lado mujer— pero esta reconducción última del dualismo se basa en… la única gewachsenen Fels, traducido de manera abusiva como la “roca de la castración”, cuando se trata del lecho común sobre el cual discurre el gran misterio de la sexualidad humana.

Lacan captó perfectamente esta postura freudiana llegando incluso a decir, un poco de forma abusiva, que su “no hay relación sexual” se puede leer casi por todas partes en Freud.

Él mismo trató de radicalizar lo que en Freud se presta a muchas vacilaciones, también hay que admitirlo. Pero sobre todo, desde principios de los años sesenta, fomentó los conceptos de sujeto y de objeto que sería vano buscar en Freud. Para comprender la génesis no basta con volverse sobre la noción de significante, Saussure y tutti quanti; conviene de inicio comprender bien el combate que libró entonces contra un hecho masivo de su época: la psicologización de Freud.

Con el pretexto de que Freud abrió como nadie antes que él los arcanos de la psique humana, era inevitable que un número importante de freudianos de generaciones posteriores lo inscribieran en la dimensión psicológica, que, por otro lado, él habría siempre reivindicado como suya (carta a Fliess). No obstante, no fue tan evidente que el punto de unión de esta anexión de la obra freudiana a una psicología general fuese la del “yo” freudiano.

“Introducido” ya en el Proyecto (1897) como una determinada cantidad de neuronas ψ en conjunto para este propósito, el “Ich” freudiano es de inicio el principal responsable de inhibir los procesos primarios y de crear así los procesos secundarios. La “introducción” (de nuevo) del narcisismo diecisiete años después (1914) lo convierte en un objeto libidinal, arruinando la diferencia entre pulsiones sexuales y pulsiones del yo o de autoconservación, y conduciendo más tarde a Freud a especular sobre el “más allá” del principio del placer con la oposición pulsión de vida / pulsión de muerte.

La sustanciación del pronombre alemán “Ich” lo remueve, en efecto, aunque no sea mas que de forma gramatical, de su posición de sujeto para convertirlo en una “instancia” del mismo orden que el “Überich” o el “Es” en la segunda tópica. A partir de ahí, hay una confusión constante de este “yo” entre la función sujeto —este yo es un agente, entre otras cosas, es el agente de la represión— y una instancia por completo objetal: objeto de investiduras, lugar de identificaciones, receptáculo permanente de la identidad, etcétera.

Aquí está el punto de apoyo —tan discreto como eficaz— para todos aquellos que, según la expresión misma de Lacan, hacen del freudismo una psicología de la tercera persona, mientras que él lo llama, en contrapunto, una “psicología de la primera persona”.

Es cierto, éste no es el único elemento que lo lanza a la construcción de su concepto de sujeto, que lo lleva en diciembre de 1961 a su definición cuasi definitiva: el significante representa al sujeto para otro significante. Con esta noción de sujeto deslastrado por esta definición de las funciones que hasta entonces compartía con el yo —de manera esencial, la de ser un agente— Lacan escapaba de una versión psicologizante del psicoanálisis, incluso si subsisten muchas ambigüedades sobre este punto a lo largo de los seminarios.

He aquí ahora un sujeto considerablemente empobrecido en relación con el yo freudiano: no es un agente, no es el receptáculo de ninguna identidad, casi no tiene nada de ser; en resumen, a pesar de su nombre de sujeto, tiene muy poco de los calificativos que, en la lengua natural, acompañan a este término. Lo esencial de su trabajo consiste en estrellarse contra un objeto que no cumple con los calificativos mínimos de todo objeto: sin imagen especular, o sea no idéntico a sí mismo, y ligado a la pulsión, ambos girando ahora en la nueva escritura de la fantasía: .

Ahora bien, el yo lacaniano, fundado desde el estadio del espejo sobre la base del reflejo especular, no puede pretender por sí solo los atributos del yo freudiano. Entre otras cosas, no se supone que presida la represión, que continúa siendo una cosa activa en Lacan. Por lo tanto, con el par lacaniano sujeto/yo, ve la luz una distribución por completo nueva, la cual no puede absorber de ninguna manera el “Ich” freudiano.

De ahí que sea posible regresar a la cuestión del género ya que, por razones históricas, la promoción de este concepto desde los años cincuenta fue de la mano de esta ambigüedad decisiva en el pequeño mundo analítico.

Si, en efecto, se adopta esta concepción de sujeto, promovida por Lacan desde principios de los años sesenta, es un poco como si uno se dotara de una suerte de trasfondo respecto al emplazamiento freudiano; como si ahora dispusiéramos de una entidad que al mismo tiempo poseyera propiedades eminentemente contradictorias: en suma, singular y desprovista de toda cualidad intrínseca. Un sujeto así, despojado de toda reflexividad, no tiene nada “de sí mismo”, porque hemos tomado la precaución de quitarle todo… “sí mismo”. No es ni hombre, ni mujer, ni niño, ni viejo; nada de eso.

Por supuesto, una entidad tan contraria a la búsqueda general de sentido e identidad como la que sostiene el psicoanálisis ha engendrado numerosos contrasentidos. Entre otros, el de atraparlo entre significantes muy singulares, que serían como “los suyos”, y le asegurarían una identidad “máxima”. Es la historia del “poordjeli” de Serge Leclaire.

Más elegante ha sido la solución que consiste en delimitar, en el progreso de una cura, el establecimiento de una transferencia, o la lectura minuciosa de una obra, el despliegue de una fantasía llamada más o menos “fundamental”, y que ésta, por su parte, se encargaría de expresar la máxima singularidad de tal sujeto calificándolo de forma positiva en la fórmula del fraseo de una determinada fantasía.

Sin decir más de este… sujeto, se presiente ya hasta qué punto el género no es el género de cualidad que uno tiene derecho a atribuir o esperar de semejante sujeto. Pero la cosa se agrava con Lacan cuando se propone dar paso a su “no hay relación sexual”.

Tal formulación hubiera sido inaccesible sin el prerrequisito del sujeto “representado por un significante para otro significante”, ya que este sujeto resulta en gran parte del repudio de la intersubjetividad.

Este abrupto cambio de registro, esta puesta a distancia de toda intersubjetividad en los albores del seminario titulado La transferencia…, no podría haber tenido lugar sin la promoción —en esa época: más bien la vaga gestación— de ese sujeto. Desde el momento en que la palabra sujeto siguió siendo un agente y una instancia, la intersubjetividad no sólo tenía derecho de ciudadanía en la enseñanza de Lacan, sino que la cura parecía ser su lugar de predilección. Su súbita expulsión señala un cambio radical de registro en cuanto al concepto de sujeto puesto en juego por Lacan.

Es dotado de un sujeto así, no sin razón puesto bajo el yugo de la letra “x”, que Lacan volverá a abordar la cuestión de la diferencia sexual con las fórmulas de la sexuación que a su manera emprenden, con nuevos costos, el posicionamiento de los valores “Hombre” y “Mujer” a partir de esta “x” que sería común a ambos. De entrada, no estamos en el registro del “a cada cual lo suyo”.

El “No hay relación sexual”, acompañado de algunos de sus corolarios, como “La mujer no existe”, se sostiene esencialmente de la ambigüedad en francés de la palabra “rapport” (relación), que flanqueada por el adjetivo “sexual”, designa el acto sexual en sí, pero que, tomada de forma aislada, también designa la relación en el sentido matemático del término. Y así es como la entiende Lacan cuando la atrapa en el equívoco del que hace provocación.

Esta afirmación proviene en parte de implicaciones formales presentes de forma constante en la enseñanza de Lacan, entre otras, aquella que coloca la alteridad como dato absoluto, dicho de otro modo, “separada”; tanto que, por definición, con este Otro “no hay relación”.

Es en relación con todas estas exigencias —que llamo aquí “formales”— que la noción de “género” resulta de un empleo más que delicado en cuanto también quiere tomar apoyo de las construcciones teóricas de Lacan, incluso de Freud. De hecho, sus orígenes psicosociológicos la inscriben bajo otras coordenadas muy distintas.

Que en efecto se utilice la noción de género para educaciones represivas basadas en un forzado respeto de los datos sociales, políticos, religiosos y morales de los roles que en una sociedad se confieren a hombres y mujeres, comenzando por los niños y las niñas; o que, por el contrario, sirva para una crítica más o menos radical de estos barnices educativos, la noción de género queda atrapada en una bipartición que la encierra en un imaginario más poderoso que las determinaciones simbólicas de las que creemos cargar a cada uno de sus términos.

Es evidente que con esto no confundo, por una parte, los movimientos reaccionarios que hacen de los géneros la expresión de no sé qué “naturaleza” más o menos divina a la que urgiría obedecer y, por la otra, la crítica militante que, desde feministas a queers, desde homosexuales a transexuales, llegaron a combatir con convicciones seculares (a veces al precio de un construccionismo un poco desmesurado, que, hoy en día, tiene un alto precio).

El binarismo constitutivo de la noción de género es en efecto una de sus mayores fortalezas políticas —designa al enemigo y una buena parte de la finalidad de la acción, si no es que toda—; sin embargo, también es un principio de clausura que deja pocas posibilidades a una clínica respetuosa de los equívocos que un sujeto debe cruzar para alcanzar las asunciones sexuales que serán las suyas a través del bosque de identificaciones.

Desde una perspectiva lacaniana, este binarismo obligado es la fuerte impronta de la dimensión imaginaria, una forma de acentuar su carácter de no eliminable, y el hecho de que no se puede esperar encontrar ahí un apoyo firme.

La “declaración de sexo”, a la que todos y cada uno se encuentra constreñido, muy a menudo y de forma reiterada a lo largo de su existencia, lo precipita de una forma u otra sobre el género, cualquiera que sea el correctivo que le aporte, lo más a menudo a través de las modernas “comunidades” que exhiben sus singularidades. Pero la diversidad oficial de la gama de géneros que opera hoy en nuestras sociedades no me parece que socave el binarismo que forma la base de la oposición en torno a la cual se construye este concepto.

La ausencia de determinación simbólica respecto a la determinación sexual —lo que Lacan pretendía trasmitir con su provocador: “No hay relación sexual”— es lo que deja el campo abierto a una poderosa determinación imaginaria que reina en estos dominios.

  1. Texto hasta ahora inédito, publicado aquí por primera vez.
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